Todas
las mañanas, Enrique tenía por costumbre bajar a aquella vieja
cafetería de la esquina. Allí molían el café en un molino
artesano de hierro viejo que se encontraba situado en un extremo de
la barra. En su proceso, éste provocaba un crisol de aromas intensos
que fusionados con el habitual catálogo de pequeños ruidos y
tintineos creaban una estampa irrepetible.
Acudía
a desayunar allí desde hacía varios años; conocía a los dueños,
un adorable matrimonio de edad algo avanzada. Ella era sobresaliente
por su intenso olor a fresas y tarta de crema, desde primera hora de
la mañana, mientras que él lo era por su firme voz y por la calidez
de sus manos cuando se las ofrecía a modo de saludo fraternal. Cada
visita le resultaba en extremo placentera, permaneciendo suspendido
por sus cuatro percepciones sensoriales para atender exclusivamente a
aquella sinfonía de cucharillas, pequeños choques de porcelana,
cristal y metal, susurros, plácidos sorbos cafeinados, y una extensa
y colorida variedad de placeres sensitivos.
Al
ser ciego de nacimiento, Enrique desarrollaba un mundo de
percepciones diferentes a las del resto de personas. No entendía de
atractivos visuales, de resultonas combinaciones de colores, de luces
o sombras. Le bastaba percibir un aroma, oír el timbre de una voz,
escrutar el tacto o el gusto de las cosas; le bastaba y le sobraba
con todo eso, porque estaba seguro de que su visión del mundo era
mucho más rica y variada, libre de las convencionales ataduras
visuales.
Una
mañana de primavera, en la que los pajarillos habían decidido
ofrecer un pequeño concierto a capella, en plena calle, y los
cabreados conductores hoy no lo eran tanto y por suerte no utilizaban
las bocinas de sus coches como molesta amenaza sonora, Enrique
dirigió sus pasos a la cafetería para tomar su primer ristretto,
corto, amargo y sabroso. Ocupó su mesa habitual, a un par de metros
de la entrada y a tres pasos contados de la parte central de la
barra. Se acomodó con cuidado en la silla y pidió su café, listo
para disfrutar con la paleta diaria de aromas y sonidos. Pasaron
varios minutos de goce perceptivo, cuando escuchó la campanilla que
anuncia un nuevo cliente entrando en el local.
El
tintineo de aquella campanita fue preludio de un ritmo acompasado de
tacones claramente femenino, acompañado por un suave aroma a jazmín
que inundó el ambiente del local y un irresistible "buenos
días”, dedicado a los dueños y clientes de aquel local. Al pasar
la mujer por su lado, Enrique bloqueó todas las sensaciones
restantes para centrarse en lo que percibía de aquella nueva
presencia que contaba con una dulzura y sofisticación a su juicio,
extraordinaria. Liviana por sus suaves palabras, contundente por sus
potentes silencios, pura música por su forma de mover la cucharilla
rítmicamente al mezclar el azúcar del café.
Pasaron
los días, y Enrique estableció una cita imaginaria con ella. Ésta,
sin tener ni idea de este secreto acuerdo, acudía a ese encuentro
día tras día, sin falta. Todas las mañanas Enrique tomaba asiento
en su privilegiado palco y se deleitaba con aquella insoslayable
dosis de dulzura femenina.
Después
de un par de meses, ya le era imposible resistirse al torbellino que
ella generaba a su entrada. Tomó la decisión de retrasar diez
minutos la apertura de su pequeño taller de marquetería, para poder
despedir a diario a aquella mujer sin mediar palabra alguna entre
ellos. En el barrio, Enrique gozaba de un merecido prestigio por sus
excepcionales trabajos de taracea, sus incrustaciones milimétricas y
sus labradas obras de arte en madera, así que su meditado retraso no
resultó en absoluto relevante.
Aquella
mujer le había asaltado el pecho. Su aroma había bloqueado
cualquier resistencia posible, el ritmo de sus tacones lo había
embelesado. Enrique deseaba con fervor que aquello fuese real.
Anhelaba su contacto, su aliento, sus idas, sus venidas. En sus
ensoñaciones la había hecho diosa de su bóveda celeste, diablesa
en sus sótanos más profundos. A veces, derrotado por el pesimismo y
el paso de los días, se convencía a sí mismo que ese amor debía
terminar acallado en el rincón de los imposibles. Sería para
siempre su secreto oculto. Nada ni nadie le sustraerían esa ilusión,
la guardaría para él, ella nunca lo sabría, nunca jamás.
Así
transcurrieron días, semanas, corrió el tiempo en el que disfrutaba
y sufría por partes iguales. Ella era su amor distante, sereno,
irracional, pero al mismo tiempo le quemaba el alma, por no poder
confesarle la pasión con la que la evocaba en su mente y la aparente
violencia con la que, simultáneamente, la alojaba en el fondo de su
corazón.
Enrique
se sentía enfermo. Desorientado. Confuso. No tenía el control de
sus emociones, de sus percepciones. Todos los aromas, los ruidos, las
texturas, los sabores le conducían a ella. A su amor de sombras y
luces. A su pasión imposible. O quizás no fuera tan imposible, pues
Lucía se había enamorado de él desde el primer día que entró en
la cafetería y percibió aquella mezcla de aromas a sándalo, madera
vieja y cola adhesiva que él desprendía. La idea de encontrarlo
cada mañana se había convertido en razón suficiente para acudir a
diario allí. Lo había alojado en el trono de su cálido reino de
piel rosada y trémula, y lo había hecho protagonista de largas
noches de pasión solitaria y desvelo. Y desde la penumbra competían
en igualdad de fuerzas, pues Enrique no sabía que aquella magnífica
mujer que lo estaba volviendo loco también era, cómo él,
invidente.
Autor/Escritor:
[ Robert Fornes ]
Libro: La Caja de Madera
muy bonito...
ResponderEliminarA mi me ha encantado!!!!
ResponderEliminarRobert Fornes es un amigo muy admirado por mi parte, me gusta como escribe y no podía faltar uno de sus textos en mi blog. Si os gusta, no podéis pedreros su libro de relatos. (La caja de madera) no tiene desperdicio. Clicar en su nombre y os llevará hasta el libro.
ResponderEliminarUn saludo a tod@s.